Según Nicholas Bloom (Stanford), aunque la tecnología sigue un ritmo de desarrollo exponencial, cada vez es más difícil que surjan ideas transformadoras, con impacto en la economía y la sociedad. El coste de la energía solar ha caído un 90% en una década, a una velocidad superior a la de la Ley de Moore (según la cual cada dos años, aproximadamente, se dobla la potencia de cálculo de los ordenadores). Pero el esfuerzo para conseguirlo también se incrementa exponencialmente: para mantener ese ritmo se precisa una concentración de investigadores 20 veces superior a la de 1980.

Hasta hace poco, las grandes disrupciones eran generadas por genios solitarios. Desde la invención de la rueda hasta finales del siglo XX, tecnologías críticas para el desarrollo humano, como la imprenta, la energía eléctrica, el teléfono, el automóvil o el PC eran prototipadas por individuos aislados, en talleres, laboratorios o garajes. Hoy, el progreso científico y su translación a innovación es mucho más complejo, interactivo y multidisciplinar. La frontera del conocimiento se expande como un globo: sus puntos (investigadores en campos concretos) cada vez están más alejados entre sí, y están más alejados de la realidad práctica. Llegar a esa frontera, para un científico, requiere cada vez más y más años de especialización, perdiendo de vista el contexto. El estudio de reacciones químicas, en el siglo XIX, tenía aplicaciones prácticas inmediatas. Cuando se profundiza, y se baja al nivel del estudio del átomo, o de partículas subatómicas, como los quarks o los hadrones, las aplicaciones son mucho menos evidentes.

En un mundo donde están vivos más del 90% de los científicos que han existido jamás, y que destina más de dos billones de dólares a I+D ¿debemos conformarnos con que las grandes disrupciones que emergen de la revolución tecnológica sean Twitter, Uber o Airbnb? Disponemos de inmensas concentraciones de talento investigador y emprendedor. Pero ese talento está disperso. Debe ser aglutinado y puesto en acción. La innovación no es el resultado de genios individuales. Como dijo el consultor Ángel Alba, “la clave de las innovaciones del futuro no son grupos de investigadores aislados, sino comunidades de talento multidisciplinar agrupadas en torno a grandes misiones”. Necesitamos factores catalizadores. Proyectos tractores que permitan concentrar, compilar y completar el conocimiento científico para el bien pragmático de la sociedad. Hay que idear grandes misiones integradoras, orientadas a superar grandes hitos humanos. Las misiones Apolo, la Estación Espacial Internacional, el Proyecto Genoma Humano o la vacuna de la Covid son ejemplos de esas misiones. Talento orientado, con objetivos concretos y presión temporal. Talento al servicio de “propósitos transformacionales masivos” en palabras de Salim Ismail, autor de Exponential Organizations.

Las grandes disrupciones no surgen de post-its: son el resultado de inversiones estratégicas crecientes, guiadas por liderazgos visionarios, bajo pactos nacionales de innovación. En el Massachussets Institute of Technology, paradigma de institución innovadora, el 70% de su presupuesto de investigación (770 millones de dólares) es público, proveniente del departamento de Defensa (18%), Salud (17%), Ciencia (10%), o Energía (9%). El conocimiento emerge de la investigación de excelencia, desarrollada mediante líneas de financiación ultra-competitivas. Instituciones como NASA o DARPA estructuran posteriormente misiones estratégicas para catalizar ese conocimiento y dirigirlo a aplicaciones concretas. DARPA, agencia de proyectos disruptivos (uno de los organismos inventores de internet) gestiona proyectos futuristas en campos como regeneración de órganos, exoesqueletos, o ciberseguridad. Una de las competiciones que organizó (en el desierto de Mojave, en 2004) originó el despegue de los vehículos autónomos.

El talento necesita excusas para clusterizarse y organizarse alrededor de retos inspiracionales (moonshots, rememorando el discurso épico de Kennedy). Las posibilidades son tan grandes como las necesidades de resolución de problemas: inteligencia artificial aplicada a personas con discapacidad intelectual, robótica avanzada para atender a la tercera edad, tecnología de hidrógeno para la descarbonización de la economía. ¡Pongamos el talento en marcha! La obtención de la vacuna Covid en menos de un año ha sido un ejemplo de una de esas misiones. “La mayor proeza científica de la historia” en palabras de Juan I. Pérez Iglesias, catedrático de la Universidad del País Vasco. Un colosal esfuerzo coordinado, con equipos internacionales compitiendo y cooperando por obtener resultados, con 162 proyectos en curso, y más de 65.000 científicos participantes (“la mitad del personal involucrado en el proyecto Manhattan”, que desarrolló la bomba atómica, según Pérez Iglesias). Cuando el talento se pone en acción, los resultados son increíbles.

Ya lo sabemos: en España no hay dinero para todo ello. Si el ciudadano conociera los presupuestos inmensos que gestionan nuestras administraciones, y las cantidades marginales que se destinan a proyectos transformadores, se escandalizaría. Debería ser obligado por ley que un 3-5% de los presupuestos públicos se dediquen a innovación disruptiva. Como explica Esteve Almirall (ESADE), Nueva York, bajo el liderazgo del alcalde Bloomberg, organizó un concurso de atracción de talento, ofreciendo una inversión de 100 M$ y espacio gratuito a aquellas instituciones globales de investigación que propusieran el proyecto con mayor capacidad transformadora y generación de empleo de calidad. Lo ganó un consorcio formado por Technion (Israel) y la Universidad de Cornell, con una propuesta de creación de 28.000 empleos, y 600 startups de alta tecnología. Así se compite en el mundo global. Así se está levantando Asia. ¿A qué esperamos? El presupuesto del Ayuntamiento de Barcelona es de 3.000 M€. ¿Nos imaginamos la capacidad transformadora de un proyecto como el comentado? ¿Nos imaginamos un proyecto así cada año? ¿Cómo cambiaría la ciudad en una década? ¿Cómo rebosaría prosperidad y riqueza? Esto, aproximadamente, es lo que pasó durante los Juegos Olímpicos del 92, otro ejemplo de misión transformadora, que modernizó Barcelona, la situó en el mapa mundial y la preparó para el siglo XXI. ¿No hay recursos? Como dice Esteve Almirall, somos demasiado pobres como para no hacerlo.

(foto: C. Duke)

Post publicado originalmente en la web de Xavier Ferràs