Milton Friedman, premio Nobel de economía y fundador de la “escuela de Chicago” fue el padre del principio según la cual “la principal función de una empresa es maximizar el beneficio de sus accionistas”. Como guiadas por una especie de orden universal subyacente, las empresas que maximizaban sus ganancias propagarían espontáneamente valor compartido. No era necesario preocuparse por efectos externos, como el impacto medioambiental o la responsabilidad social. Tampoco por la distribución de la prosperidad. Ni siquiera por la competitividad o la riqueza corporativa o nacional a largo plazo. La optimización inmediata de beneficios arrastraría a las economías y a las sociedades a un crecimiento positivo y justo. La misión de los gobiernos era apartarse, desregular y dejar paso a los espíritus inversores libres y audaces. La economía se convirtió en una ciencia pura, impregnada de matemáticas. Cualquier intervención en los mercados generaría errores sesgados en el orden natural de la matemática económica.

Dicha escuela influyó decisivamente en el pensamiento económico mundial durante medio siglo. Su filosofía política postulaba las virtudes extremas del libre mercado y de la mínima intervención de los gobiernos. La mejor política industrial era la que no existía. Si la eficiencia financiera decretaba que las cadenas de valor productivas debían deslocalizarse a Asia; y que Europa debía convertirse en un páramo desprovisto de actividad industrial, eso era lo mejor que podía pasar: otras actividades vendrían a suplir las que marchaban (como si la economía siguiera leyes físicas). Si el cambio tecnológico expulsaba a millones de personas de sus puestos de trabajo, éstas se convertirían en emprendedores, e inevitablemente crearían nuevos y mejores empleos. Los 80 y 90 fueron años de turbocapitalismo, impulsado por las políticas de Reagan y Tatcher, y posteriormente por la emergencia de internet. Se generó crecimiento y riqueza masiva, pero el sistema llegó a sus límites con la explosión financiera de 2008. No todo valía. La economía se había hiper financiarizado. El peso del capitalismo financiero y cortoplacista era excesivo, generando burbujas de activos que sólo existían en las mentes de avispados inversores. En la última década, la emergencia de plataformas digitales casi monopolísticas, y la tendencia al coste marginal cero han creado sociedades desiguales y polarizadas. La ingeniería fiscal global y la desindustrialización han precarizado las antiguas clases medias, dejado en los huesos los antiguos estados del bienestar, y extendido el populismo. El cambio climático se ha exacerbado. Y la naturaleza nos ha mostrado nuestra fragilidad con la irrupción de la Covid.


El capitalismo necesita una revisión urgente. Uno de sus mejores productos, el management (la gestión científica y profesional de organizaciones) es también una de las mejores armas para solucionar problemas humanos. Basta dotarlo de propósito, más allá de los postulados de Friedman. Basta alinear el cambio tecnológico, nuestro conocimiento en gestión y las fuerzas del libre mercado hacia objetivos prioritarios: generar prosperidad distribuida y solventar los retos que nos atenazan como civilización. El management, y el capitalismo en sí pueden y deben dotarse de voluntad de impacto positivo en la sociedad y en la economía.

Hoy se vuelve a hablar decididamente de estratega industrial en Europa. Una estrategia que no se basa en escoger potenciales sectores de futuro (“picking winners”), sino en impulsar la transformación transversal de la industria para hacerla más sostenible, inclusiva, inteligente (basada en digitalización e innovación) y conectada a las fuentes de conocimiento. En palabras de Thierry Breton, comisario europeo de Industria, “queremos ser el continente líder en industria, y generar los empleos de mayor calidad y valor añadido”. Europa se propone reducir un 55% las emisiones para 2030, y alcanzar la neutralidad de carbono hacia 2050. Países como Dinamarca han demostrado cómo se generan ventajas competitivas globales mediante inversiones estratégicas en capital humano y tecnologías limpias. Sus startups están vendiendo dichas tecnologías por todo el planeta. Francia o Alemania condicionan las ayudas a sus empresas automovilísticas y siderúrgicas, o a las aerolíneas, a cumplir requisitos medioambientales, co-invirtiendo en tecnologías que las convertirán en empresas más competitivas. Europa habla de grandes misiones de cooperación público-privada que permitan la emergencia de nuevas generaciones de empresas de alto potencial e impacto positivo. En 2015, las Naciones Unidas plantearon 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para la erradicación de la pobreza, la protección del planeta y la extensión de la prosperidad, mediante 169 propuestas que van desde el acceso universal al agua potable y a la salud, a la movilidad sostenible, o la reducción del CO2. ¿Cómo se van a cumplir esos objetivos, si no es mediante grandes visiones políticas, inversiones estratégicas en I+D y acciones combinadas público-privadas?

En España hemos conocido las últimas estadísticas de I+D. La economía española invierte un 1,25% en I+D sobre PIB, con un incremento en un año de sólo el 0,01%. Muy lejos del 4,5% de Corea del Sur o del 3,1% de Alemania. Polonia o Grecia ya han superado a España. Portugal consolida su ventaja. La inversión en I+D/PIB española es inferior a la de 2009. El mismo día que supimos esos datos, también supimos que las publicaciones científicas de excelencia crecen hasta el nivel de Francia o Alemania. Una nota positiva en un sistema de innovación ineficiente, con una insoportable desconexión entre ciencia y empresa, y lastrado por una década de recortes.

No obstante, vienen mejores tiempos. La llegada de la vacuna anticipa el fin de la pesadilla de la pandemia. El mandato de Biden puede recomponer las relaciones internacionales y reconfigurar un bloque de democracias liberales que se enfrente de forma conjunta al tsunami que viene de China. Europa ha tomado nota de su insignificancia durante la era Trump. Los fondos Next Generation pueden ser un verdadero revulsivo para la competitividad e integración europea. Los nuevos Presupuestos Generales del Estado contemplan incrementos del 80% en ciencia e innovación. La recuperación será rápida si corregimos los viejos errores. Los años 20 pueden alumbrar una era de capitalismo con propósito.

Post publicado originalmente en la web de Xavier Ferràs